Monday, July 6, 2009

De Paolo Coelho...


Los hombres que había conocido desde su llegada a Gèneve hacían de todo para parecer seguros de sí mismos, como si gobernasen el mundo y sus propias vidas; María, sin embargo, veía en los ojos de cada uno de ellos el terror a la esposa, el pánico a no conseguir una erección, a no ser lo suficientemente machos ni ante una simple prostituta a quien estaban pagando. Si fueran a una tienda y no les gustase el calzado, serían capaces de volver con el ticket en la mano y exigir el reembolso. Sin embargo, aunque también estuviesen pagando por una compañía, si no tenían una erección jamás volverían a la misma discoteca, porque creían que la historia ya se habría extendido entre todas las demás mujeres de allí, y eso era una vergüenza.
«Soy yo la que debería tener vergüenza por no ser capaz de excitar a un hombre. Pero, en realidad, son ellos los que la tienen.»
Para evitar estos dilemas, María procuraba dejarlos siempre a su aire, y cuando alguno de ellos parecía más borracho o más frágil de lo normal, evitaba el sexo, y se concentraba sólo en las caricias, lo que los dejaba muy contentos.
Siempre era preciso evitar que se sintiesen avergonzados. Aquellos hombres, tan poderosos y arrogantes en sus trabajos, luchando sin parar con empleados, clientes, proveedores, prejuicios, secretos, falsas actitudes, hipocresía, miedo, opresión, terminaban el día en una discoteca, y no les importaba pagar trescientos cincuenta francos suizos para dejar de ser ellos mismos durante la noche.
«¿Durante la noche? María, estás exagerando. En realidad, son cuarenta y cinco minutos y, aun así, si descontamos el tiempo de quitarse la ropa, ensayar alguna falsa caricia, hablar de algo trivial, vestirse, reduciremos este tiempo a once minutos de sexo propiamente dicho.»
Once minutos. El mundo giraba en torno a algo que duraba solamente once minutos.
Y por esos once minutos en un día de veinticuatro horas (considerando que todos hiciesen el amor con sus esposas todos los días, lo que era un verdadero absurdo y una gran mentira), ellos se casaban, sustentaban a la familia, aguantaban el llanto de los niños, se deshacían en explicaciones cuando llegaban tarde a casa, veían a decenas, centenas de mujeres con las que les gustaría pasear por del lago de Gèneve, compraban ropa cara para ellos, ropa aún más cara para ellas, pagaban a prostitutas para compensar lo que echaban en falta, sustentaban una gigantesca industria de cosméticos, dietas, gimnasia, pornografía, poder, y cuando quedaban con otros hombres, al contrario de lo que decía la leyenda, jamás hablaban de mujeres. Charlaban sobre trabajo, dinero y deporte.
Algo iba muy mal en la civilización; y ese algo no era la deforestación amazónica, ni la capa de ozono, ni la muerte de los pandas, ni el tabaco, ni los alimentos cancerígenos, ni la situación de las cárceles, como gritaban los periódicos.
Era exactamente aquello en lo que ella trabajaba: el sexo.
Pero María no estaba allí para salvar a la humanidad, sino para aumentar su cuenta corriente, sobrevivir seis meses más a la soledad y a la elección que había hecho, enviar regularmente un dinero a su madre (que se puso muy contenta al saber que la falta de dinero se debía simplemente al correo suizo, que no funcionaba tan bien como el correo brasileño), comprar todo lo que siempre había querido y jamás tuvo. Se mudó a un apartamento mucho mejor, con calefacción central (aunque el verano ya había llegado), y desde su ventana podía ver una iglesia, un restaurante japonés, un supermercado y un simpático café, que acostumbraba a frecuentar para leer un poco los periódicos.
Por lo demás, conforme se había prometido a sí misma, sólo tenía que aguantar medio año más en la rutina de siempre: Copacabana, aceptar una copa, bailar, qué piensa de Brasil, hotel, cobrar por adelantado, conversación y saber tocar los puntos exactos, tanto en el cuerpo como en el alma, ayudar en los problemas íntimos, ser amiga durante media hora, de la cual once minutos se gastarán en abre las piernas, cierra las piernas, gemidos fingiendo placer. Gracias, espero verte la próxima semana, eres realmente un hombre, escucharé el resto de la historia la próxima vez que nos veamos, excelente propina, aunque no hacía falta porque ha sido un placer estar contigo.
Y, sobre todo, no enamorarse jamás. Éste era el más importante, el más sensato de todos los consejos que la brasileña le había dado, antes de huir, tal vez porque se había enamorado. En dos meses de trabajo ya había tenido varias proposiciones de matrimonio, de las que, por lo menos tres de ellas, eran muy serias: el director de una firma de contabilidad, el piloto con el que había salido la primera noche, y el dueño de una tienda especializada en navajas y armas blancas. Los tres le habían prometido «sacarla de aquella vida» y darle una casa decente, un futuro, tal vez hijos y nietos.
¿Todo por sólo once minutos al día? No era posible. Ahora, después de su experiencia en el Copacabana, sabía que no era la única persona que se sentía sola. Y el ser humano puede soportar una semana de sed, dos semanas de hambre, muchos años sin techo, pero no puede soportar la soledad. Es la peor de todas las torturas, de todos lo sufrimientos. Aquellos hombres, y los otros muchos que querían su compañía, sufrían como ella este sentimiento destructor, la sensación de que nadie en esta tierra se preocupaba de ellos.
Para evitar tentaciones del amor, su corazón sólo estaba en su diario. Entraba en el Copacabana sólo con su cuerpo y su cerebro, cada vez más receptivo, más afilado. Había conseguido convencerse de que había llegado a Gèneve y había acabado en la rue de Berne por alguna razón mayor, y cada vez que alquilaba un libro en la biblioteca, confirmaba: nadie ha escrito como es debido sobre estos once minutos más importantes del día. Tal vez fuese ése su destino, por más duro que pudiese parecer en ese momento: escribir un libro, contar su historia, su aventura.
Eso, Aventura. Aunque fuese una palabra prohibida que nadie osaba pronunciar, que la mayoría preferían ver en la televisión, en películas que ponían y reponían a distintas horas del día, era eso lo que ella buscaba. Combinaba con desiertos, con viajes a lugares desconocidos, con hombres misteriosos buscando conversación en un barco en medio del río, con aviones, estudios de cine, tribus de indios, icebergs, África.
Le gustó la idea del libro, y llegó a pensar en el título: Once minutos.
Clasificó a los clientes en tres tipos: los Terminator (nombre puesto en honor de una película que le había gustado mucho), que entraban oliendo a bebida, fingían que no miraban a nadie pero creían que todo el mundo los miraba, bailaban un poco e iban directos al asunto del hotel. Los Pretty Woman (también por una película), que pretendían ser elegantes, amables, cariñosos, como si el mundo dependiese de ese tipo de bondad para volver a su sitio, como si estuviesen caminando por la calle y entrasen por casualidad en la discoteca; eran dulces al principio, e inseguros cuando llegaban al hotel, y por culpa de eso, siempre eran más exigentes que los Terminators. Y finalmente, los Padrinos (también por otra película), que trataban el cuerpo de una mujer como si fuese una mercancía. Eran los más auténticos, bailaban, charlaban, no dejaban propina, sabían lo que estaban comprando y cuánto valía, jamás se dejarían llevar por la conversación de ninguna mujer que escogiesen. Ésos eran lo únicos que, de una manera muy sutil, conocían el significado de la palabra Aventura.
Del diario de María, un día que tenía la regla y no podía trabajar:
Si tuviese que contarle hoy mi vida a alguien, podría hacerlo de tal manera que me verían como a una mujer independiente, valiente y feliz. Nada de eso: me está prohibido mencionar la única palabra que es mucho más importante que los once minutos: amor.
Durante toda mi vida he entendido el amor como una especie de esclavitud consentida. Es mentira: la libertad sólo existe cuando él está presente. Aquel que se entrega totalmente, que se siente libre, ama al máximo.
Y el que ama al máximo se siente libre.
Por eso, a pesar de todo lo que pueda vivir, hacer, descubrir, nada tiene sentido. Espero que este tiempo pase de prisa, para poder volver a la búsqueda de mí misma, bajo la forma de un hombre que me entienda, que no me haga sufrir.
¿Pero qué tonterías estoy diciendo? En el amor, nadie puede machacar a nadie; cada uno de nosotros es responsable de lo que siente, y no podemos culpar al otro por eso.
Me sentí herida cuando perdí a los hombres de los que me enamoré. Hoy, estoy convencida de que nadie pierde a nadie, porque nadie posee a nadie.
Ésa es la verdadera experiencia de la libertad: tener lo más importante del mundo, sin poseerlo


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